Como desde hace unos 5 viajes, solemos reunirnos los tres en una distendida cena en algún restaurante de nuestra ciudad, Santa Cruz. Amigos desde los 13 años pero con un largo paréntesis de esos que se inauguran cuando te casas, tienes hijos y formas una familia, para luego retomar las viejas y esenciales amistades, resultado del perdón de la parca, que nos permite aún gozarlas; recuperamos la relación con fuerza y voluntad de mantenerla todo lo que dé el cuerpo.
En esta cena, que se va alejando ya de la memoria, pisoteada por la cotidianeidad española, ambos me contaron su relación con el Ché.
Ahora que se ha convertido en un trago, merced de aquel político diletante que ahora se dedica a la restauración después de haber fracasado en sus intentos de alcanzar los cielos desde Madrid, el Ché siempre ha acompañado a los bolivianos de mi generación porque fue parte de nuestra cultura, tanto como la es de los cubanos y menos de los argentinos. Cada uno de nosotros tiene una historia que contar, pero a mí me gusta usualmente demostrarle a la gente que aquella teoría de los seis grados de separación se cumple a rajatabla con este personaje. Suelo decir entre tú y el Ché estamos tú, yo, mi amigo Garicito, su padre el General Prado que fue el que lo detuvo y el Ché, en total cinco grados.
Habiendo vivido en Cuba, mis anécdotas sobre el Ché pueden ser numerosas dado que en la Facultad de Economía de La Habana, que es donde estudié, solía haber un día (no recuerdo la fecha con precisión) en el que nos reuníamos docentes y alumnos y algún personaje que hubiera estado cerca, para contar aspectos de su vida. Tal era la veneración por este hombre en esos años en los que parecía que el comunismo siempre iba a mejor.
Pero de lo que me enteré aquella noche es de lo cerca que estuvieron mis dos amigos del Ché, más que de él, de su cadáver. Ellos eran unos niños que vivían en el pueblecito protagonista del fin de la guerrilla y a donde llevaron los cuerpos de todos los guerrilleros para ser exhibidos como trofeos y alrededor de los cuales los habitantes de Vallegrande irían a caminar cual procesión secular.
Tenía los ojos abiertos, me dijo Musa, en esa evocación de niño de entonces que, a diferencia de los actuales, sí veía cadáveres. No como los niños de ahora que son ultraprotegidos y no tienen esa relación cercana con la muerte. Adru, mi otro amigo, también había ido, especialmente porque su casa era al lado y bastaba saltar la tapia. Impresionaba, claro que sí. Si es que sólo la foto ya lo hace.
Ellos tenían la necesidad de contarlo. Tantos años de relación y nunca habían querido hacerlo, tal vez porque sumidos como estamos en la vida diaria estas cosas que son fundacionales van quedando en la base pero que algún día tienen que brotar y lo hacen, por ejemplo, en una noche tropical entre tragos que se llaman simplemente mojito sin apellido y sin rimbonbancias absurdas.
Consiguieron lo contrario, me manifestó Musa para terminar, si querían que sintiéramos rechazo, fue lo contrario. La gente salía de aquella morgue improvisada con la impresión de haber visto a Jesucristo después de su descenso de la cruz.
Errores de estrategia, que se dice... y es que esta gente era y es así de burda.
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