Cuando el autobús me alejaba del "Torísimo", sentí que perdía el último retazo del cordón umbilical que me había mantenido unida a la ciudad que acababa de dejar, mi ciudad, Santa Cruz. Aquel avión de Aerosur que me había traído de vuelta a Madrid, se distinguía del resto de naves estacionadas en Barajas porque llevaba un torito que, con rostro ceñudo, parecía decirme que no me alejara, que me quedara con él. Era, a pesar de su gravedad, el único avión divertido en toda la pista de aterrizaje. Y allí, en esa simple comparación de aviones, comencé a enumerar las diferencias entre mis dos vidas. Madrid me estaba entrando en vena: todo más ordenado, más limpio y hasta más bonito. Incluso, el aire estaba más limpio: sus millones de coches todavía no contaminan tanto como los cincuenta mil focos de calor que oscurecieron el sol en Bolivia. Como quien salta de una piedra a otra para atravesar un río, cambié de vida. Madrid es ya una ciudad conquistada a la que pertenezco por dere