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Mostrando entradas de mayo, 2010

Cochinilla envidia

No me gusta coleccionar nada. Ni me admira que otros me enseñen orgullosos sus colecciones de llaveros, ranas, buhos, elefantes, botellas de loquesea, libros antiguos, monedas, máquinas de cualquier tipo y un larguísimo etcétera (la creatividad en el coleccionismo desborda cualquier imaginación). Es más, hace unos años, un amigo me regaló un álbum lleno al 90% de bellísimas estampillas. Sé que valdría mucho si estuviera al cien por cien, pero lo confieso, se me hace cuesta arriba sólo conseguir un solo sello. Me deprime. Aún a pesar de esta lasitud, tengo pequeñísimas colecciones que se han ido haciendo solas por el empeño de mis amigos. Pero las ranas no llegan a 20 y las brujas, aún estirando, no alcanzan una decena. Tampoco es que me importen. Pensando en las razones de esta cuasi aversión al coleccionismo, recordé que cuando estaba en tercero de primaria, mi compañerita de pupitre (con el inolvidable nombre de Lidia Loza Flores), coleccionista temprana ella, guardaba en su libro d

Esos muertos, esas muertes

La primera experiencia que tuve con la muerte fue cuando apenas contaba 9 años; nuestra amiguita de infancia -Tania- murió de cáncer en los huesos. En esas épocas, los niños no nos perdíamos los velorios, ni los entierros. Todavía recuerdo la mano invisible que me obligaba a mirar a la niña muerta. Luego murieron otros niños memorables. Tal vez una de las experiencias más remarcables sea aquélla vez en que con mi hermana y otra amiguita, intentamos evitar que un niño se tirara del autobús y conseguimos justamente lo contrario: cayó al revés y su cabeza se estrelló contra la acera. Todavía quiero creer que sobrevivió al accidente. Cuando era pequeña la muerte era oscura y terrorífica, y los cementerios eran sitios densos y pesados. Este sentimiento duró hasta que una amiga murió en mis brazos. Lo más relevante de este suceso fue que tuviera que llevarla a su pueblo como si estuviera viva, dormida, apoyada a mi hombro, en un viaje que duró una larga hora y que me permitió vivirlo int

Contrato social

Hace un tiempo ya, un escritor (cuyo nombre no recuerdo), incapaz de resistir inmune a los bombardeos de Israel sobre la franja de Gaza, decidió que aquel contrato social que había adquirido con los judíos después del holocausto, había finalizado. Era incapaz de tolerar que ellos (los judíos) se comportaran de una forma cercana a los nazis. La idea (del contrato social) me pareció genial. No sólo para temas políticos, como Israel o Cuba, en los cuales tu compromiso de defensa se acaba por cansancio; sino también para todo tipo de relaciones, sean estas laborales, de amistad, buena vecindad o parentesco. Y empecé a aplicarlo y créanme, duermo de maravilla. Así, los contratos invisibles que uno firma el día que decide que esa persona que está frente a tí cumple un maravilloso rol de amigo, de buen compañero de trabajo o escuela, o conocido de sombrero, o pariente por ADN, puede escindirse de forma unilateral y silenciosa. Porque las relaciones son esa cosa que establecemos los seres v