Ir al contenido principal

Entradas

Mostrando entradas de diciembre, 2010

Mis tres mujeres setenteras

Que la vida me ha concedido muchos dones, lo constato cada día al levantarme. Entre los muchos, innumerables, caóticos e indispensables, hay tres que me alimentan de buena manera. Tres mujeres que se han cruzado en mi vida para hacerla más amable y darle la profundidad filosófica necesaria para que sea diferente de la de un animalito que se contenta con ver el Gran Hermano, comprar en Ikea o cotillear sobre el Hola.Son mis tres mujeres setenteras y aquí parezco el Pato Lucas, lo sé, al apropiarme de ellas, pero es que las quiero tanto y están tan incrustadas en mi alma, que las siento muy mías. Se llaman Irma, Ilda y Viqui. Tengo la suerte de que la primera sea mi madre, aunque ya el tiempo ha ido convirtiendo nuestra relación de madre-hija a amigas. Con ella he compartido tantas cosas, he llenado mi canasta de recuerdos con tantos detalles que se ha convertido en la orfebre de la memoria. A Ilda la conocí hace diez años en un descansillo de mi edificio. La suerte, esa dama

Ganar por una nariz

Lo confieso, alguna vez detesté mi poderoso olfato, capaz de captar un olor con claridad y catálogo a una distancia de una milla (exagero); por su omnipresencia y falta de vacaciones. Sé que he perdido algunas de mis capacidades por culpa del decapante y la polución madrileña, pero creo que sigue siendo tan efectivo, aunque sin llegar a la perfección de la nariz gatuna. Así, mi vida ha pasado por un desempeño olfativo que me ha llevado a cotas de placer impresionantes. Una vez, llegué a tener once perfumes abiertos. Amaba y amo ese pequeño y mundano objeto y la gente que bien me quiere sabe que es el mejor regalo. Pero también este sentido ha sido el culpable de mis ganas de vomitar cuando algún señor sube al autobús envuelto por una colonia masculina que detesto. Por lo tanto, no es difícil imaginar cómo sufro cuando la gente no se asea como es debido. Es cuando me sacudo los pelillos olfativos y comienzo mi concentración interior evocando todos los mantras posibles que me permitan a

Qué será, será...

Todos los días, el despertador suena a las seis menos cuarto y, aunque no es para mí, ya no puedo pegar ojo. Pero confieso que en ese estado de semivigilia se me ocurren las mejores ideas (si es que alguna vez tengo alguna buena). Y esta mañana, como en un tobogán estilo Joyce, recordé que hace bastantes días no le damos cuerda a nuestro antiguol reloj, el que da campanadas. No sé la razón por la cual dejamos de hacerlo, si él nos ha dado un fiel servicio durante los últimos 17 años. Es cierto que no es un reloj exacto. Se atrasa. Así que optamos por adelantarlo para que en algún momento diera la hora exacta, algo que nunca se sabe. Pero reconozco que, a pesar de sus fallos, extraño su compañía en las noches de insomnio, en las cuales lo que importa son las horas y no los minutos. Tan, tan, tan, tan, ¡mierda! ya son las cuatro y todavía no consigo dormir. ¿Captan la sutileza del asunto? Del memorable reloj tantanero pasé a pensar en el relojero que nos lo repara (nada bien, por lo vis