Esperaba en la puerta del Alcaravea a mi amiga Carmen cuando lo vi. Él estaba en la acera del frente, su acera de siempre, inalcanzable por un instante para mí. Se anteponía el túnel de Cea Bermúdez y mi poca voluntad de dar una vuelta grande para encontrarlo. Lo conozco desde que llegué a Madrid y el tiempo, que para ambos ha sido notable, para él ha sido implacable. La primera vez que se cruzó en mi vida, me llamó la atención que un chico tan guapo, rubio, de ojos claros y pelo de príncipe de cuento, se acercara, brick de vino barato en mano, a pedirme una monedilla. Estúpidamente, le di todas las pequeñinas que tenía en el monedero. A él se le cayeron y me sentí miserable por no haberle dado una de las grandes. Pensé que las dejaría allí, dispersas, con toda la obsenidad de mi racanería expuesta a los viandantes. Pero no, a esa pobre criatura le hacían falta, por lo que se agachó a recogerlas una a una. Me sentí morir. A partir de entonces, me propuse darle siempre un