Cuando al consejero de sanidad, Lamela, le entró el pronto y suspendió al responsable de urgencias del hospital de Leganés, acusándolo de practicar la eutanasia al haber mandado a mejor vida a un par de centenares de personas (cifra que fue reduciéndose hasta la nada), pensé seriamente que sería un revulsivo en Madrid, algo así como el despertar del cosmopolitismo de una capital tan importante en Europa. Pero no, me equivoqué. Una vez más los madrileños/as han caído bajo el influjo del cemento y han quedado encandilados por la M-30 y por las múltiples paradas de metro inauguradas en plan desespero por la parejita peor avenida de la historia, Gallardón-Aguirre; aunque los túneles se inunden y las paradas no funcionen. O tal vez me equivoco y la cosa va más allá. Como Madrid es de todos menos de los madrileños/as de pura cepa, hecho a base de migraciones de acullí, acullá; tal vez se ha convertido en el refugio de los españolitos temerosos del fin de la bandera y la península; de los que