Conocí a Mario Benedetti allá por los '80 en la Plaza Cadenas de la Universidad de La Habana. Él daba un recital de poesía y yo estudiaba economía en esa misma universidad. Habíamos ido con un grupo de amigos uruguayos un par de horas antes a ubicarnos en el suelo cerca de la mesa en la que se suponía iba a sentarse Benedetti. Hicimos bien, pues, como si de un cantante de rock se tratara, a la hora señalada en la que llegaba el escritor, nos dimos cuenta que una pequeña multitud había ido poblando todos los rincones de la plaza. Milímetro a milímetro jóvenes de todas las nacionalidades habían llenado el espacio mientras esperaban la lectura de unos poemas aprendidos de memoria en las soledades de la clandestinidad, el exilio o en las aulas cubanas. Y allí estaba Mario Benedetti. El padre y abuelo de todos nosotros. Se sentó y con esa voz cálida y suave comenzó a alimentarnos con sus metáforas y comparaciones. Para mí era una noche de ensueño. Estaba feliz. Hasta que un amigo urugua