Por alguna inexplicable razón la lluvia era uno de los fenómenos meteorológicos que yo más amaba. Claro, hasta que se convirtió en un problema para el sueño. Dormir a cincuenta metros de uno de los mas viriles ríos de la Amazonía hizo que me aterrara la idea de despertarme en un colchón de agua. Como las alertas de inundación se sucedían una tras otra, prefería esperar despierta que amaneciera. Aquel 8 de marzo, “Día de la mujer trabajadora”, llevaba lloviendo desde las tres de la mañana. Nada más levantarme, procedí a aplicar mi propio protocolo: poner a mano las botas de agua y el poncho, cargar la linterna, el teléfono y el ordenador y proveerme de agua potable. Después de tenerlo todo controlado, salir a verificar la altura del río y de los canales. Ya que la mañana pintaba triste y solitaria, decidí regalarme un buen desayuno en la Cafetería París. Me compré un croissant y un pastel de chocolate, que fui devorando nada más pagarlos. A la salida, lo vi. Un