El día en que Arturo, nuestro gato cordobés, puso pies en polvorosa y se fugó de casa, entró Negrito en nuestras vidas. De eso hace casi 17 años. Víctima de un chantaje de mi pequeña hija, tuve que aceptar adoptar al pequeño gatito, que había nacido en la que años más tarde sería mi colonia y razón de muchos sufrimientos. Pero, cuando empezó esta historia, yo estaba inmune a los padecimientos de los gatitos que vivían allí. Me explico. A la salida del cole, solíamos ir con mis hijas, sus compañeros de escuela y sus madres, a este centro deportivo. Un gatito negro negrito era el juguete preferido de los infantes que recalaban allí. Mi hija pequeña, que ya entonces apuntaba maneras y que lo pasaba muy mal al ver el maltrato al que era sometido este peludete y que lo cuidaba como una mamá osa -una vez le soltó un guantazo a un niño llamado Carletes porque el muy bendito le había tirado piedras-, me pidió que lo adoptáramos y yo le dije que con tres gatos en casa ya teníamos una multitu