Que la vida me ha concedido muchos dones, lo constato cada día al levantarme. Entre los muchos, innumerables, caóticos e indispensables, hay tres que me alimentan de buena manera. Tres mujeres que se han cruzado en mi vida para hacerla más amable y darle la profundidad filosófica necesaria para que sea diferente de la de un animalito que se contenta con ver el Gran Hermano, comprar en Ikea o cotillear sobre el Hola.Son mis tres mujeres setenteras y aquí parezco el Pato Lucas, lo sé, al apropiarme de ellas, pero es que las quiero tanto y están tan incrustadas en mi alma, que las siento muy mías. Se llaman Irma, Ilda y Viqui. Tengo la suerte de que la primera sea mi madre, aunque ya el tiempo ha ido convirtiendo nuestra relación de madre-hija a amigas. Con ella he compartido tantas cosas, he llenado mi canasta de recuerdos con tantos detalles que se ha convertido en la orfebre de la memoria. A Ilda la conocí hace diez años en un descansillo de mi edificio. La suerte, esa dama