No me gusta coleccionar nada. Ni me admira que otros me enseñen orgullosos sus colecciones de llaveros, ranas, buhos, elefantes, botellas de loquesea, libros antiguos, monedas, máquinas de cualquier tipo y un larguísimo etcétera (la creatividad en el coleccionismo desborda cualquier imaginación). Es más, hace unos años, un amigo me regaló un álbum lleno al 90% de bellísimas estampillas. Sé que valdría mucho si estuviera al cien por cien, pero lo confieso, se me hace cuesta arriba sólo conseguir un solo sello. Me deprime. Aún a pesar de esta lasitud, tengo pequeñísimas colecciones que se han ido haciendo solas por el empeño de mis amigos. Pero las ranas no llegan a 20 y las brujas, aún estirando, no alcanzan una decena. Tampoco es que me importen. Pensando en las razones de esta cuasi aversión al coleccionismo, recordé que cuando estaba en tercero de primaria, mi compañerita de pupitre (con el inolvidable nombre de Lidia Loza Flores), coleccionista temprana ella, guardaba en su libro d